miércoles, 23 de marzo de 2011

QUE NOS DICE LA FE DE LA IGLESIA SOBRE MARÍA

La enseñanza mariana del Concilio Vaticano II no ha tenido en la Iglesia una repercusión perceptible al principio. Pero ahora,  parece que ha llegado el tiempo en el que la palabra sobre María, pueda ser cultivada.
Desde aquí, también queremos poner nuestro granito de arena para este fin. Por ello, poco a poco, intentaremos presentar a María, no como una figura puramente histórica, sino como figura de la salvación a partir de la fe, como figura y modelo de la Iglesia.
Según algunos, María no puede considerarse miembro de la Iglesia, pues los privilegios que se le concedieron: la Inmaculada Concepción, la maternidad divina y la singular cooperación en la obra de la salvación, la sitúan en una condición de superioridad con respecto a la comunidad de los creyentes.
Sin embargo, el concilio Vaticano II no duda en presentar a María como miembro de la Iglesia, aunque precisa que ella lo es de modo «muy eminente y del todo singular» (LG, 53): María es figura, modelo y madre de la Iglesia. A pesar de ser diversa de todos los demás fieles, por los dones excepcionales que recibió del Señor, la Virgen pertenece a la Iglesia y es miembro suyo con pleno título.
LA VIRGEN MARÍA ANTES DEL CONCILIO VATICANO II
Antes del Concilio Vaticano II, el movimiento mariano era abundante en producción, pero también mediocre y excesivo, con falta de seriedad científica y exégesis abusivas. Este movimiento se especializaba hasta el punto de aislarse de la teología. La «mariología» se convertía así en una disciplina autónoma, pues buscaba su principio en sí misma y ya no a partir de su papel en la economía de la salvación. Desde esta perspectiva, María era ante todo singular; era en casi todo análoga a Cristo. Esta «mariología» se tornaba esotérica y era además ignorada por el resto de la teología.
Ante estos excesos, encontramos dos tendencias caracterizadas por unas opciones entonces llamadas maximalistas o minimalistas. Sobre la primera pesaba la sospecha de «mariolatría»; sobre la segunda, la falta de generosidad y de amor hacia la Virgen. La primera tendencia era “cristotípica”: asimilaba al máximo a María a Cristo; hacía de la mariología un calco de la cristología. Situaba a María al lado del Redentor y por encima de la Iglesia. La segunda tendencia intentaba -al contrario- volver a introducir a María en la Iglesia, situarla entre los redimidos, aunque su papel fue único. Entre 1950 y el Concilio, numerosos estudios iban ya en esta dirección.
Así pues, al principio del Concilio, la primera tendencia quería seguir el impulso de las definiciones marianas; la segunda quería al contrario marcar una parada en seco.

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